Recuerdo ser menor, mucho menor y el cómo mis padres intentaban mostrarme el mundo, me explícaban el qué y por qué de las cosas. Y naturalmente hay algo de encanto en aprender y descubrir algo nuevo. ¿Por qué? No lo sé, quizás porqué simplemente es nuevo y novedoso a primera vista.
Lo hicieron con tanto empeño y dedicación, que ahora yo misma me descubro intentando hacer lo mismo por cuenta propia conmigo misma. Tantos conocimientos acumulados durante más de una veintena de años parecieran no ser suficientes.
Ahora cada objeto que encuentro o poseo pertenece a un lugar, clasificado por función, material y color, tema, numeración, tamaño e incluso año.
Me descubro nuevamente clasificando todo, una y otra vez. Intentando entender lo que me rodea, en la medida de lo posible, tanto cómo mi nivel semiológico me lo permita.
Mi obsesión o mi manía por entender no se que, no sé para que, ni por qué, se transformó y me descubrí haciendo imagenes.
Formatos rectangulares dónde el orden, el color, la textura, el material y todos los elementos obedecian mis manías y fijaciones.
Mi inconformidad por la realidad es tanta que recurro a las imagenes para sofocarla y calmar mi disgusto ante todo y todos.
Así empecé a hacer imagenes, mi realidad la reproduje en imagenes que obedecían mis obsesiones, mis exigencias y mis necesidades que eran poco menos que imposibles de satisfacer. Qué siguen siéndolo y en dónde separo eso qué me gusta del exterior para contemplarlo y después guardarlo en contenedores y números bajo mi cuidado y que a los cuáles eventualmente veo y re-veo buscando no sé qué o simplemente para jáctarme de lo hecho.
Le puse fecha y etiqueta a mis obsesiones cual botella de whisky en supermercado.
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